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martes, 28 de septiembre de 2010

El estertor




Las fiestas populares de L. marcaban el final del verano y por lo tanto el final de las vacaciones de los niños y la vuelta a la rutina de los mayores. En esas fechas todo el pueblo disfrutaba a lo grande de los eventos programados por la comisión de fiestas y por el alcalde. Después, todo se acabaría.

De los tres días que duraban las fiestas, el primero era el más emocionante. La gente se reunía en cuadrillas por la tarde para asistir al cohete inaugural y allí los mayores empezaban con la cerveza y el tabaco mientras los pequeños recogían caramelos del suelo. Una vez acabado el arrebuche se repartían chocolate caliente y bollos para todo el pueblo.

La temperatura durante el día era cálida pero por las noches ya comenzaba a hacer frío. En el ambiente se empezaba a sentir el otoño.

Una vez finalizado el primer baile, después de que todos, niños y mayores hubiesen vibrado con júbilo, se colocaban enormes mesas en medio de la plaza y se servía la cena. Mientras todo el pueblo lo hacía en la plaza, un grupo de amigos cenaba por su cuenta en la casa de los M.

Una enorme casa de tres pisos y de tejado gris, un poco menos rústica que las demás casas del pueblo y plantada allí hace cuarenta años.

Mientras todos comían en el salón, uno de ellos, muy nervioso, dejaba casi toda su comida en el plato. Tantos amigos y la promesa de una noche llena de emociones le habían cerrado por completo su pequeño estómago. Sin embargo, no dejó de beber cerveza en todo el rato y pasados los postres bebía ron mezclado con coca cola. Le embargaba una emoción injustificada debida a que él mismo sabía lo insulsas que le resultaban aquellas fiestas. Pero allí estaban todos sus amigos y hermanos y era esa noche cuando todo el pueblo se ponía de acuerdo para vivir el estertor. Unidos en el bar por la noche, todos los habitantes del pueblo parecían comulgar en una especie de ritual que consistía en beber hasta perder el control. Algo muy extraño se producía en aquel ambiente que sólo con respirarlo ya embriagaba.

Un intenso punto de luz se concentraba en esa sociedad, su presencia, componía lo más parecido a una estrella muy intensa. En esos días el pueblo se rodeaba de un valle dormido y en silencio. Afuera, los cangrejos y los peces del río no cambiaban su rutina nocturna. Dentro del bar, los habitantes brillaban con una luz propia generada desde su interior. La música significaba catarsis y movimiento de la pelvis. Las conversaciones nunca abandonaban su tono nostálgico y oscuro. Las cabezas se movían en medio del humo y pequeños puntos de luz advertían una lucidez extrema. Él era consciente de todo esto y por eso nunca faltaba a la cita.

Cuando acabaron de cenar decidieron entrar allí dentro para no salir en toda la noche. Sus amigos se desplazaban de un lugar a otro mientras él hacía lo propio en armonía con los demás. Era evidente que todo giraba en torno a su propio eje y que la realidad empezaba a resultarle interesante. La primera ronda de combinados estuvo a cargo de su hermano, que también era su amigo y que lo observaba todo con felicidad. Sus labios se posaron sobre un montón de vasos que le daban en ofrenda. Risas y abrazos completaban la coreografía que algunos torpes seguían al ritmo de la música. Los humos de los cigarros amarilleaban las paredes que en otros tiempos fueron blancas. Sin embargo allí no había luz. Sólo algunas sombras destacaban entre todas aquellas siluetas borrachas. El chico ya no sentía dolor ni angustia, sentía algo parecido al éxtasis, pero sin embargo, se aburría. Sus fechorías en contra del aburrimiento formaban lo que él consideraba su juego nocturno. Sus conversaciones y apretones fascinaban a algunos y molestaban a otros. De repente pudo ver algo. En medio de la pista, rodeada de solteros, estaba aquella mujer. Parecía poseer otro eje y a su alrededor flotaban comentarios lascivos. Bailaba con todos ellos sin importarle el mañana. Moviendo su cintura cambiaba de pareja como de copa. Fumaba y sonreía de una manera extraña. Obviamente era bella y sus pretendientes no dejaban de acosarla. Saltaba como una niña a pesar de superar la cuarentena. Sus ojos brillaban como estrellas y su cuerpo le acompañaba. Observaba a sus solteros con una mueca de felicidad inocente. De repente se puso sola en medio de la pista, flexionando las piernas de arriba a abajo y girando la cintura. Sus manos estaban ocupadas, una de ellas en sujetar la copa y la otra en colocarse el pelo detrás las orejas. Sus movimientos eran cada vez más lentos y su mirada más brillante. Su sonrisa permanecía en su mueca más simple, sin embargo, acto seguido, unas lágrimas brotaron de sus ojos. Él no podía creer lo que estaba viendo. Era cierto todo lo que significaba en ese preciso instante el estertor. Aquellas lágrimas producían en ella algo muy bueno y verdadero. Tanto él como ella y como todo el pueblo necesitaban aquella noche de desenfreno. La cosa no era tan simple. Ésta era una noche especial y se alegraba de formar parte de ella. Una lejana sensación se acercaba con el ritmo de la oscuridad mezclada con el alcohol. Sin dudarlo un instante se acerco a ella, apoyo la mano en su hombro y le preguntó:


- ¿Por qué lloras?


A lo que ella contestó:


- Lloro de emoción.


Nada más escuchar su respuesta el chico sonrió y se dio la vuelta.

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Al día siguiente nadie de nosotros hablaba de lo que verdaderamente había ocurrido. Únicamente nos referimos a las cosas más insignificantes.

El viento despejaba las nubes del cielo y el sol calentaba sin fuerza. Los padres acudían al frontón para entretener a sus hijos en los castillos hinchables. Poco a poco el pueblo iba despertando de una gran resaca mientras el alcalde y sus colegas lanzaban cohetes. Juntos y a coro nos despedimos hasta el verano próximo sin el peso de nuestras almas.


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